miércoles, 21 de marzo de 2012

"SHAME": EL SEXO SIN GLAMOUR

                                                    
Una mañana más, Brandon (Michael Fassbender) se despierta en su piso de Nueva York. Vive solo, bien entrado en la treintena. Mira al techo, reflexiona un momento. Se levanta. Está desnudo. Va al baño. Una extraña y sensual voz se insinúa en su contestador. El aludido no descuelga el teléfono.

   Brandon sale de casa. Coge el metro como todos los días. Se encamina hacia su oficina para seguir desempañando un trabajo del que se nos detalla poco, pero se nos sugiere mucho. Mientras las estaciones se suceden, ocupa el tiempo ojeando a sus compañeros de vagón.

   Acabamos de irrumpir en la vida de un ciudadano del siglo XXI. ¿Por qué una película con un comienzo, presuntamente, tan baladí iba a suscitar una reseña de este cariz?

   La cuestión es simple, en apariencia: Brandon es adicto al sexo. Su día nace, se desarrolla y muere en base a una dependencia que se ha tornado compulsiva. Ya hace tiempo que ésta trascendió el mero placer físico. Sus polvos y masturbaciones lo son todo para él, la base de su día a día. El vacío existencial que le carcome sólo puede ser ahuyentado temporalmente a través de la satisfacción corporal más elemental.

   Brandon se alivia en la ducha, en el trabajo, ve vídeos porno, emplea webcams, revistas… No duda en contratar prostitutas y en beneficiarse a las mujeres que quedan a su alcance. Su apetito debe ser saciado llegando a importar poco quién sea el utilizado.

   Hasta que un día entra en escena su hermana Sissy (Carey Mulligan), otro ser a la deriva pero, a diferencia de Brandon, inconformista y con deseos de tomar un nuevo rumbo. Cantante de cabaret ocasional, busca poner un poco de sentido en su vida empezando por el reencuentro con Brandon, al que hace mucho tiempo que no ve. Éste, no sin cierto recelo, permite que ella se aloje unos días en su piso, con las consecuencias que ello acarreará.

   De este modo, queda expuesta la premisa de “Shame”, un filme pequeño por su producción y repercusión mediática pero que, como representante de la cinematografía reciente, se eleva hasta cotas raramente transitadas. Y es que no recuerdo una película de los últimos años que nos haya bombardeado con verdades tan directas, expresadas con una elocuencia tan contundente y estremecedora.

   Nos encontramos ante un relato depresivo sobre el desencanto del presente. En el fondo, la dependencia hacia el sexo de su protagonista puede ser perfectamente traspolable a cualquier otra adicción reconocible de nuestros días: el juego, el tabaco, el alcohol, la televisión, Internet… Cualquier persona con necesidad de llenar su inconformismo cotidiano puede acabar colgado de una mal medida vía de escape a cuyo acceso tenemos todos y de una repercusión imparable.

   En este caso, nos ocupa un tema que sigue siendo tabú actualmente pese a que, desde la mayoría de los sectores, las referencias al sexo son constantes, directas o implícitas. Se nos suele ofrecer la cara más estilizada del acto cuando estamos ante un puro instrumento de poder y comercialidad explotado hasta la saciedad. Al mismo tiempo, se obvia la otra cara: su capacidad de enganche puede producir monstruos.

   La deshumanización ha crecido al mismo ritmo que el progreso tecnológico. El amor, los sentimientos, parecen más proscritos que nunca en las acciones personales. Brandon es la viva representación de eso. Como deja traslucir en una cita con una mujer interesada en él, es un ser solitario e incapaz de amar. Esta idea quedará reflejada de manera prístina en el siguiente encuentro entre ambos.

   El director londinense Steve McQueen, autor de “Hunger”, expone los hechos con una puesta en escena seca, cruda, acorde con la historia que maneja. Sus largos planos fijos obligan al espectador a enfrentarse a la realidad sin escapatoria alguna. Se nos invita a entrar sin llamar en las vidas de unos seres perdidos en una sociedad que los ignora.

   El trabajo del germano-irlandés Fassbender apabulla. Su plasmación de Brandon puede adjetivarse de muchas maneras por lo redondo y exacto que resulta su trabajo. A mí me gustaría destacar ante todo su valentía, su entrega, por desnudarse en pantalla de tal manera tanto por fuera como por dentro, sobre todo por dentro. Con una interpretación de esta categoría, el efecto de una película como “Shame” se multiplica, no sé si por dos, por cinco o por diez.

   Varios son los momentos, de un dramatismo intenso, que quedan alojados en la memoria en una de esas películas que, de verdad, fluye en nuestra cabeza tiempo después de haber abandonado la sala. Tales como la conversación cara a cara entre los hermanos en el sofá, donde las verdades más sinceras cortan el aire, o la conmovedora escena del salón en la que Sissy interpreta una versión despojada de cualquier glamour de “New York, New York” y ante la que Brandon no puede evitar emocionarse, aunque intente ocultarlo.

   Estamos ante una historia sin moralina, en contra de cualquier convencionalismo hollywoodiense ajeno a los dramas de la sociedad vigente y pródigo en pasatiempos aparatosos y fáciles de vender. Esta cinta atrevida y reflexiva, de aparente simplicidad, deja pocos resquicios a la esperanza.

   La vergüenza enunciada en el título nos llegará a cada uno en función de lo que, a título propio, nos sintamos peligrosamente identificados con el trasfondo de lo narrado en esta propuesta cinematográfica indispensable.

Jaime Soteras

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